Daniella Gaitán Reyes
María es originaria de Xuaxán, Cubulco, Baja Verapaz, es de descendencia achi’. Vivió en una familia campesina, donde aprendió “adecuadamente” los oficios que una mujer debe cumplir en su hogar, nunca fue a la escuela, casada desde muy joven parió a cuatro hombres y tres mujeres.
Ella se levantaba muy temprano a preparar el desayuno al abuelo, también las tortillas y la comida que serían su almuerzo. Luego se quedaba a cargo del desayuno de sus hijos e hijas, y con ahínco se dedicaba todo el día a las labores domésticas. Desde pequeña, al levantarse, una de sus primeras tareas era ordeñar y poner a cuajar la leche para hacer el queso que después vendía. Fue una mujer muy trabajadora.
Bernarda nació en esa misma comunidad y corrió una suerte similar a la de su mamá; tampoco tuvo acceso a la educación y creció con pocas oportunidades Desde joven tenía una certeza: “no me casaré con uno de Xuaxán”. Su firme decisión le llevó a un rumbo diferente, se casó con un “intelectual de izquierda” (33 años mayor que ella) con quien se fue a vivir a la Ciudad de Guatemala. Embarazada de su cuarta hija, se mudó a San Pedro Sacatepéquez.
Ella enviudó a los 35 años, sin tener casa propia ni ningún ingreso económico que la apoyara al sustento de sus hijas. Fu entonces cuando aprendió labores de maquila, gracias al apoyo de una vecina, y empezó su rol de madre proveedora.
Tomando en cuenta que sus recursos económicos eran insuficientes, decidió emprender camino hacia Estados Unidos, donde trabajó 10 años como migrante indocumentada. En diciembre del 2016, volvió a Guatemala para reconstruir su vida al lado de sus hijas.
Yo mestiza, nací y crecí en San Pedro Sacatepéquez. Gracias a los esfuerzos de mi mamá estudié Sociología y hoy soy feminista.
Tres generaciones y la violencia se reproduce
María vivió violencia doméstica desde el inicio de su matrimonio, sus hijos e hijas fueron testigos de ese flagelo en su hogar: regaños y golpes, infidelidades y abusos por parte de abuelo. Nancy, hermana de Bernarda, relata que en una ocasión la abuela cuestionó a su esposo por sostener una relación (sexo-afectiva) con una vecina, quién molesto la golpeó, estuvo a punto de quebrarle el brazo y la dejó sangrando.
Bernarda cuenta que la violencia era común en los hombres del caserío, y ello le dio elementos para no querer casarse con uno de allá.
En esta historia, María, Bernarda y yo vivimos violencia dentro de las relaciones sexo-afectivas. De manera distinta, pero las tres generaciones padecimos una misma condición. ¿Por qué a pesar de tantos años de diferencia, el mismo patrón? ¿Por qué se complica tanto dejar una relación violenta?
Pensé entonces hay algo más que me vinculaba a María y Bernarda, más allá de ser nieta e hija, descubrí que hay un hilo conductor de la violencia que se reproduce de generación en generación.
¿Es compatible la lucha con el amor?
Tener un novio de izquierda, a mi mamá le pareció mejor idea, además para “compartir la lucha”. Un amor revolucionario era lo que vislumbraba para compensar el anhelo de hacerle frente al sistema político.
Por una temporada, ese amor rebelde hinchó su corazón de felicidad, ella se sentía plena al tomar de la mano a ese hombre con voz fuerte y segura que daba discursos frente a una multitud, “con una caricia en mi rostro me hacía sentir afortunada de compartir la vida con él, que con mi silencio y escucha activa a sus sentires era la mujer perfecta, quien lo acompañaría en su trayectoria política…”
Sí, ser la compañera perfecta implicaba disponibilidad total, prácticamente, ser suya. Las incomodidades empezaron a surgir y ese amor revolucionario, poco a poco empezó a verse contrariado. Los cuestionamientos empezaron a ser recurrentes, Bernarda hacía preguntas que le rompían verdades absolutas, discusiones frecuentes durante la cena, y por supuesto las incomodidades al sexo de las que resultaron castigos psicológicos. “Estábamos en una espiral de violencia que nos había hecho dependientes emocionalmente el uno de la otra y viceversa”.
Me arrancaron el poder sobre mí
Poco sabía de lo que eran las relaciones sexo-afectivas; cuando la experimenté por primera vez, recuerdo pasar una semana leyendo en internet del tema, aunque ello no evitó sentir amarga la experiencia, odié que esa pareja tampoco estuviera informado.
Tiempo después, descubrí que tales experiencias pueden ser diferentes. Me sentí cómoda y me gustó disfrutar, pero algo sucedió con el paso del tiempo, ya no ocurrían con mi voluntad sino por obligación. Ese “compañero” se convirtió en un manipulador para obtener sexo constantemente, era tan desagradable y cansado tener que pensar qué decir para convencerle que “hoy no”; y llegó el día que opté por dejar que sucediera en silencio.
Fue entonces que sentí ultrajado mi cuerpo, lloré estando bajo de un cuerpo sin fuerza suficiente para quitármelo de encima, me estaba violando. Ese día entendí que había tocado fondo, había perdido el poder sobre mí, me lo había arrancado.
Pensar esa situación hace que resuenen en mi cabeza más preguntas: si yo, siendo “novia” viví eso, ¿qué habrá vivido María y Bernarda, a ellas también las violaron sus esposos? Preguntas que quedan en el tintero, esperando a ser respondidas…
Una conversación incómoda
Recientemente, pedí a mis hermanas y primas describir con una o dos palabras a abuelo y a padre. Respondieron en relación con abuelo: “Domingos de plaza, valiente, protector, alegre, conviviente, pachanguero, hogareño”. Sobre padre: “Agradecimiento, ayuda a los desposeídos, conocimiento, alegría, tristeza, cristiano, noble, desprendido, confiable, cariñoso, celoso, estricto, extrovertido, sabio, conocedor”.
Cualquier persona que lea esas respuestas, piensa que fueron hombres correctos y dedicados a su familia, pasa desapercibida la violencia que ejercieron contra personas que supuestamente amaban y protegían.
María padece hoy Alzheimer, ocasionalmente tiene episodios en los que se levanta muy asustada y dice: “Ahí viene Nayo, me va a pegar”.
Bernarda rememora que a ella ningún hombre le ha pegado. Cuenta que en una ocasión padre intentó hacerlo con su cincho y no lo logró, ya que ella tomó un sartén y se defendió. Después de ese día, nunca más volvió a intentar golpearla, pero eso no evitó que él ejerciera otras formas de violencia.
En desayunos familiares, cuando hablamos de padre, hay coincidencia en decir que fue un ser humano noble y dedicado a las causas justas, pero si hacemos referencia a que él fue irresponsable y descuidado, se tensa el ambiente. Siempre me pregunto ¿por qué no se quiere ver que también hizo daño?
Conversar sobre la violencia en general es complejo, genera incomodidades y a menudo, se opta por el silencio. Así se difuminan esos actos masculinos como las palabras hirientes y los golpes, que aseguran traumas para las involucradas. Cuando se trata de violencia sexual, se blindan aún más las palabras, quedando impune lo sucedido yse condena a las mujeres al ostracismo.
Importancia del espacio cocina
Pasó mucho tiempo para que Bernarda y yo, conversáramos de cosas íntimas, qué nos hacía sentir emoción o llorar. Desde que ella regresó a Guatemala nos tocó reconstruir nuestra relación: entre madre e hija. Este proceso resultó trascendental porque la relación de poder varió de posición, ya que históricamente a las mujeres se les ubica en ese espacio privado que las condena a vivir para las otras personas.
Bernarda ha sido una mujer visionaria, intelectual, que ha desarrollado una política maternal poco convencional, que en nuestra familia ha sentado un precedente. Cuando aparece la inquietud de querer saber, me preguntaba¿cómo es estar con ella en la cocina? Al inicio fue incómodo, ella cocinando y yo con mi computadora trabajando en la mesa. No sabíamos de qué ni cómo empezar a hablar.
El tema familiar fue un buen punto de partida, hablamos de comida, recetas y sabores, las flores también fue tema especial en nuestras conversaciones. Ella lleva un registro mental del crecimiento de cada una de las plantas que hay en el jardín, incluyendo el cambio de color, el crecimiento, los botones, entre otras cosas.
No recuerdo exactamente cuándo ni cómo se integraron otros temas. Pero fue en la cocina, donde de manera tímida salió la violencia. Fue así que conocí parte de la historia de María, que Bernarda se cuidaba para evitar embarazos y sus razones para salir de la comunidad donde nació.
Fue en la cocina donde comprendí que Bernarda es la mujer quien me dio la posibilidad de ser la persona que soy actualmente, conocí a mi mamá más allá del rol maternal, descubrí a quien siendo joven se rebeló atener una vida marcada por la violencia.
Es ahí, en la cocina, donde confirmo la fuerza de las mujeres para construir otra realidad, es ahí donde mis ancestras han resistido. Y aunque la violencia sexual todavía no es un tema de conversación, estoy convencida que llegará a serlo y eso será hermoso, porque es ahí, en la cocina, donde también sanamos las mujeres.